jueves, 31 de mayo de 2007

Algo se muere en el alma

Recuerdo despertarme en mi cama, en el desván de mi casa de veraneo. En la boca tengo un sabor acre, seguramente resultado de las copas que tome anoche, mientras curraba en el pub. Recuerdo a mi compañero de trabajo, bueno, en realidad es quizás mi mejor amigo, o por lo menos el más antiguo, Guillermo, poniéndome una copa tras otra, hasta casi agotar la botella de ron. Él tampoco le iba a la zaga y la botella de beefeater no tardaba mucho en acompañar a su compañera, la botella de cacique en el cubo de la basura. Después de trabajar ibamos hasta “el Merbellé” donde sonaba “el ritmo de la noche” y Paco nos invitaba a unos chupitos que nos servía Elena.
Después de desayunar, pasaré la resaca tomando el sol en la playa, mientras me como la cabeza, pensando en la pasta que me tendré que gastar en arreglar el coche.
Recuerdo también tantos veraneos anteriores a ese, cuando la vida era fácil, y me pasaba el verano nadando, pescando y paseando en bicicleta, cuando empezaba a mirar a las chicas como algo más que un estorbo en los partidos de fútbol, y soñaba con que aquella niña tan mona de la que todos estábamos enamorados, me diera mi primer beso. He olvidado el nombre de esa chica, como el de tantos otros que he dejado atrás en mi vida.
Pero quizás mis mejores recuerdos eran cuando estaba enamorado de un ángel, y nos escapábamos los fines de semana y las fiestas de semana santa, con la comida, y la leña para la chimenea, que nos iluminaba y daba calor en las frías noches invernales. Recuerdo llevarnos el ordenador, antes de que existiesen los portátiles, y aprovechar esas escapadas de enamorados dedicarnos a nuestro otro amor, AEGEE, poniendo en orden facturas, memorias, subvenciones y demás papeleos. Recuerdo despertarme al amanecer, con la fragancia de su pelo inundando todos mis sentidos, y después de darle un beso, aun dormida, bajar a preparar el desayuno.
Recuerdo aquella cocina, descuidada por el escaso uso, las escaleras de madera, la colección de platos de mi madre, el olor a humedad los primeros días de verano, las comidas en la terraza con mi abuela y mis tíos, mientras mis primos y yo pateábamos con entusiasmo un viejo balón y soñábamos con jugar en el Madrid. Recuerdo las peleas con mi padre porque sacásemos el viejo peugeot 203 al prao empujándolo. “Su Ilustrísima” le llamaba con sorna mi padre, recordando que había pertenecido al Obispo de Oviedo.
Esa casa, que ha visto mi niñez y juventud, en la que mi hermana comenzó a caminar, donde mis hermanos antes que yo, fueron felices con el “Nau”, el perro naufrago que rescató mi padre en el puntal y con “Jamido” el burro enano que mi abuelo nos envió desde Africa cuando era gobernador de Sidi-IFNI, esa casa, ha dejado de ser nuestra esta mañana.
Algo se muere en el alma cuando un amigo se va, y esa casa es como un amigo para todos nosotros, pero para todo existe un final. Espero que esa casa haga a sus nuevos dueños tan felices como hemos sido nosotros ahí durante más de cuarenta años. Nosotros no podremos volver nunca más alli, pero cada vez que sienta nostalgia de la casa de Valdepares, cerraré los ojos, y buscare en ese rincón del mi mente, donde residen los recuerdos